Es una de las decisiones más importantes de nuestra vida, hombre o mujer, no importa. Es decisiva porque de ella depende nuestra economía, nuestro bienestar y la felicidad de aquellos que nos rodean, suponiendo que alguien comparta nuestro día a día.
Vueltas y más vueltas, hipoteca, notario, muebles, el poco a poco es la filosofía decorativa, cuántos años lleva solitaria la bombilla en el cuarto de invitados.
Las paredes acumulan tantas canas como nuestra cabeza porque las viviendas envejecen como los humanos, saben de nuestras alegrías y de nuestros malos ratos, saben de nuestro estado de ánimo por el color con el que pintamos sus paredes, oyen brindis y enmoquetan lágrimas.
Tenemos de ella un certificado de eficiencia energética, la matriculamos en un curso acelerado de domótica y le exigimos un cum laude en accesibilidad, pero lo mejor es que huele a nosotros.
Cuando el bolsillo padece anemia se nos antoja que nuestra casa es un pozo sin fondo, pero todo eso queda borrado cuando descubrimos que no hay mejor refugio en el universo ni sensación más grata que cerrar la puerta dejando al mundo y sus miserias en el rellano.
Debieran las escuelas de arquitectura o de ingeniería, enseñar a sus alumnos cómo se diseña una puerta antisoledad. Fundamentalmente cuando la soledad no es voluntaria. Lo impuesto suele tener casi siempre un ingrato peaje.
En España viven solas más de cuatro millones y medio de personas según la Encuesta Continua de Hogares 2019 realizada por el Instituto Nacional de Estadística. Siguiendo con los números el 43% de los censados tiene más de 65 años y casi el ochenta por ciento son mujeres.
He buscado, incluso entre líneas, la información sobre cuantas, de ellas, hombres y mujeres, viven solas porque lo desean o porque no les queda más remedio. Inútil, el dato no existe. Que cada uno rellene la casilla como le dicte su imaginación.
Hay paredes que tienen, con la edad, el extraño efecto de la torre de Pisa. Pierden la verticalidad y se proyectan amenazantes sobre el inquilino de la vivienda, haciéndole temer por su seguridad, proyectando sombras de seres que no existen, sembrando sensaciones de que esas paredes, con sus canas gotelé, han dejado de ser refugio para ser páramo donde uno no está sencillamente solo, se siente irremediablemente solo.
No perdamos la esperanza. Esa puerta antisoledad puede llegar de un momento a otro y mientras eso no ocurre, es cuestión de buscar la escritura de la casa, los papeles de la hipoteca pagada y todos los recibos de todos los pagos “pagados”, y decirse a uno mismo: qué vergüenza, todo pagado y aún no he cambiado la bombilla del cuarto de invitados.